Monday, September 18, 2023

Monday, September 11, 2023

Te quiero, mamá


 Elisabeth Vigé Le Brun. Autoretrato con su hija.

Thursday, December 24, 2020

Romper el cerdito. De Etgar Keret.

En una de esas búsquedas por internet, encontré por casualidad un cuento muy bonito sobre la relación tan especial que tiene un niño con su hucha en forma de cerdito. Un cuento sobre qué es ser niño y cómo ven la realidad los niños, un cuento sobre amistad, y un cuento sobre el crecimiento.

 -----------------------------------------------------------------------------------------------------------

Mi padre no accedió a comprarme un muñeco de Bart Simpson. Y eso que mi madre sí quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un caprichoso.

—¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? —le dijo a mi madre—. No tiene más que abrir la boca y tú ya te pones firme a sus órdenes.

Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño, ¿cuándo voy a hacerlo? Los niños a los que les compran sin más muñecos de Bart Simpson se convierten de mayores en unos maleantes que roban en las tiendas porque se han acostumbrado a conseguir todo lo que se les antoja de la forma más fácil. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson me compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí que me voy a criar siendo una persona de bien, ahora ya no me voy a convertir en un maleante.

Lo que tengo que hacer a partir de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza de cacao, aunque lo odio. El cacao con nata es un shekel; sin nata, medio shekel, pero si después de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan nada. Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera que si lo sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en patineta. Porque como dice mi padre, eso sí que es educar.

El caso es que el cerdito es muy lindo, tiene el hocico frío cuando uno se lo toca y, además, sonríe al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le echa nada. Además le he buscado un nombre, le he puesto Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro buzón antes que nosotros, un buzón del que mi padre no consiguió arrancar la etiqueta. Pesajson no es como mis otros juguetes, es mucho más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le derramen su líquido por la cara. Lo único que hay que hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa.

—¡Pesajson, cuidado, que eres de cerámica! —le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado un poco y mira al suelo, y entonces él me sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje.

Me encanta cuando sonríe; es sólo por él que me tomo el cacao con la nata todas las mañanas, para poderle echar el shekel por el lomo y ver que su sonrisa no cambia ni una pizca.

—Te quiero, Pesajson —le digo después—, y para ser sincero te diré que te quiero más que a papá y a mamá. Además, siempre te querré, pase lo que pase, aunque robes tiendas. ¡Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti!

Ayer vino mi padre, agarró a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente boca abajo.

—Cuidado, papá —le dije—, a Pesajson le va a doler la panza. —Pero mi padre siguió como si nada.

—No hace ruido, ¿sabes lo que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en patineta.

—¡Qué bien, papá! —le dije—. Un Bart Simpson en patineta, genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal.

Papá dejó a Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo de un minuto arrastrándola con una mano y agarrando un martillo con la otra.

—¿Ves cómo yo tenía razón? —le dijo a mi madre—, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi?

—Pues claro —le respondí—, claro que sí, pero ¿por qué un martillo?

—Es para ti —dijo mi padre mientras me lo entregaba—, pero ten cuidado.

—Pues claro que lo voy a tener —le respondí, porque la verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:

—¡Venga, rompe el cerdito de una vez!

—¿Qué? —exclamé yo—. ¿Romper a Pesajson?

—Sí, sí, a Pesajson —insistió mi padre—. Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese Bart Simpson, te lo has ganado a pulso.

Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que ha llegado su fin. Al diablo con el Bart Simpson, ¿cómo iba a darle un martillazo en la cabeza a un amigo?

—No quiero un Simpson —dije, y le devolví el martillo a mi padre—, me basta con Pesajson.

—No lo has entendido —me aclaró entonces mi padre—, no pasa nada, así es como se aprende, ven, lo voy a romper yo. —Alzó el martillo mientras yo miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo, Pesajson iba a morir.

—Papá —le dije sujetándolo de la pernera.

—¿Qué pasa, Yoavi? —me respondió con el martillo todavía en alto.

—Quiero un shekel más, por favor —le supliqué—, deja que le eche otro shekel, mañana, después del cacao, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo.

—¿Otro shekel? —sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa—. ¿Ves, mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia.

—Eso, sí, conciencia —le dije—, mañana. — Y eso que las lágrimas ya me ahogaban la garganta.

Cuando ellos ya habían salido de la habitación abracé con mucha fuerza a Pesajson y di rienda suelta a mi llanto.

Pesajson no decía nada, sino que muy calladito temblaba entre mis brazos.

—No te preocupes —le susurré al oído—, te voy a salvar.

Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en la sala y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me escabullí con Pesajson por la galería.

Caminamos juntos muchísimo rato en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas.

—A los cerdos les encantan los campos —le dije a Pesajson mientras lo dejaba en el suelo—, especialmente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien aquí.

Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé el hocico como gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su melancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a verme.

 ------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Cuento encontrado en el link de la siguiente página:

https://www.nexos.com.mx/?p=29877

En ella encontraréis más textos del autor y otros contenidos interesantes.

Friday, December 19, 2014

Al pie desde su niño. Pablo Neruda.

El pie del niño aún no sabe que es pie,
y quiere ser mariposa o manzana.
Pero luego los vidrios y las piedras,
las calles, las escaleras,
y los caminos de la tierra dura
van enseñando al pie que no puede volar,
que no puede ser fruto redondo en una rama.
El pie del niño entonces
fue derrotado, cayó
en la batalla,
fue prisionero,
condenado a vivir en un zapato.
Poco a poco sin luz
fue conociendo el mundo a su manera,
sin conocer el otro pie, encerrado,
explorando la vida como un ciego.
Aquellas suaves uñas
de cuarzo, de racimo,
se endurecieron, se mudaron
en opaca substancia, en cuerno duro,
y los pequeños pétalos del niño
se aplastaron, se desequilibraron,
tomaron formas de reptil sin ojos,
cabezas triangulares de gusano.
Y luego encallecieron,
se cubrieron
con mínimos volcanes de la muerte,
inaceptables endurecimientos.
Pero este ciego anduvo
sin tregua, sin parar
hora tras hora,
el pie y el otro pie,
ahora de hombre
o de mujer,
arriba,
abajo,
por los campos, las minas,
los almacenes y los ministerios,
atrás,
afuera, adentro,
adelante,
este pie trabajó con su zapato,
apenas tuvo tiempo
de estar desnudo en el amor o el sueño,
caminó, caminaron
hasta que el hombre entero se detuvo.
Y entonces a la tierra
bajó y no supo nada,
porque allí todo y todo estaba oscuro,
no supo que había dejado de ser pie,
si lo enterraban para que volara
o para que pudiera
ser manzana.

Cuadros de una exposición. Moussorgsky.


Monday, December 15, 2014

Ausencia.

 Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro.

Fue esta mañana, mientras estaba pescando. A la orilla del mar encontré el osito de peluche.

¿Cuánto hacía que no veía ninguno? Años, quizá décadas. Ya ni me acuerdo.

En mi memoria se han borrado todos los recuerdos. Bueno, casi todos. Sólo conservo, como fosilizados en nácar, pequeños tesoros de mi vida.

Como el día en el que mamá me compró el osito. Estaba allí, en el escaparate, perdido entre otros estúpidos peluches llenos de accesorios y de vivos, aunque innecesarios colores. Me dio lástima verlo allí solo, desamparado, sin vida, tirado en una de las sucias esquinas de aquel lugar lleno de alegría.

A mi madre también le dio pena. Sus manos temblaron, y en la cara resbaló una luminosa lágrima que le llegó al labio. No sé por qué, en ese momento pensé que algo iba mal.

Estoy llorando. Aún hoy, cuando vuelvo a esas imágenes, me doy cuenta de que nada ha cambiado. El dolor, la ausencia siguen ahí. ¿Por qué no dijo nada?

A la semana siguiente de comprarme el osito, tuvieron que operarla de urgencia. Cáncer, dijeron. Y grave.

Aquí mis recuerdos son confusos. En mi mente se entremezclan pasillos enormes llenos de fantasmas con goteros, habitaciones blancas y demacradas con camas destartaladas, noches en vela en sillas incómodas… Y la imagen de mi madre pálida, huesuda, sin fuerzas para respirar siquiera, tirada en uno de los cuchitriles de mala muerte de los hospitales.

El día del entierro no sólo murió ella, también murió el osito. A los dos se les apagaron los ojos, los dos exhalaron su último suspiro. Y yo me vi en una iglesia llena de horribles flores y de personas desconocidas, ajeno a los llantos y a las palabras de aliento.

Me fue imposible digerir el golpe. Mi vida se volvió gris, y comencé a ser un simple autómata, que sobrevivía como podía mientras intentaba lidiar con complejas emociones que afloraban dentro de mí. Y poco a poco, el dolor, la ausencia, el rencor a esa madre que nunca dijo lo que le pasaba fueron haciéndome más solitario, hosco y desagradable. No aguantaba ni a mi padre ni a mis hermanos, y menos aún sus risas y sus diversiones. No soportaba que hubieran olvidado tan pronto a mamá.

Por eso me fui a esta isla. Decidí que había sido suficiente, que no quería seguir recordando. Y me fui de casa sin decir ni siquiera adiós.

Miro al osito. En su cara tiene dibujada una gran sonrisa, y sus brazos están doblados, como si quisiera abrazar a alguien. Su pelaje es marrón oscuro, y en él no hay indicios de desgaste; al contrario, es un color fuerte y vivo.

¿Por qué lloró al ver el osito en el escaparate? ¿Acaso fue para ella una imagen de lo que le iba a pasar? ¿O quiso darme una compañía, algo que subsanara la ausencia que iba a sufrir yo?

Termino abrazando al osito, y lo aplasto sobre mi pecho. Seguro que me lo ha mandado mamá. Siento cómo brotan las lágrimas de mis ojos otra vez, y ahora, también siento cómo el dolor se va haciendo más y más pequeño.

¿Será al final posible seguir viviendo sin mamá? No lo sé. Pero creo que lo voy a averiguar.

Wednesday, November 5, 2014